lunes, 22 de junio de 2009

Más vivo en la ciudad, más quiero a mi perro

Fregados en nuestras propias medicinas cosmopolitas, instituimos el movimiento "slow" para poder disfrutar del tiempo mismo --------------------------------------------------------- Los mejores momentos de la vida, en lugares con más naturaleza y menos gente. No sofisticados pero donde el horizonte se podía ver. El verde calma. Las montañas y el mar también. Ubican al ser humano en su lugar. Después de todo, de todo todo, somos hormigas que pisan una esfera improbable que pueden desaparecer ni bien al viento, al agua o a la tierra les plazca. Qué hay con la calidad de vida en la ciudad. ¿Es cierto o no que nos quiten años de vida el ruido, los olores, los aprietes de los horarios y las pequeñas repetidas experiencias infelices? Vahos de basura o de combustión (nubes negras de colectivos, camiones o autos al acelerar), ruidos inverosímiles de frenos, escapes, máquinas increíbles que enmudecen todo por instantes. ¿Hay llagas que produce la ciudad y uno no detecta? Adónde van las visiones de mendicidad, los chicos rotos, los que revuelven en la basura, los viejos que hacen malabares por caminar las veredas rotas, los jubilados con cartones en el pecho y la espalda que anuncian relojes o dinero al instante en el microcentro. Postales de tristeza ajena que es la propia, irremediablemente. Violaciones al concepto de humanidad. Que no decimos, que son comunes. ¿Adónde van? ¿Dónde se queda un día, dos días, tres días, meses y años de expectación de esas escenas, dentro de uno? ¿Esos registros de desagrado hoy, y mañana, y pasado? ¿Uno se convierte en un semi-zombie que toma intermitentemente del lugar en el que vive para no hacerse daño? ¿Adónde van esas instantáneas que conviven con los teatros, los cines, los lugares lindos de la polis? Calidad de vida, una sutileza. O los nada sutiles miles de pesos que se puedan pagar de más por un departamento con más aire, con más luz, con más metros. El espacio es caro en la ciudad. La privacidad es cara en la ciudad. La (buena) vista es carísima en la ciudad. Un taxista me dijo: “Hay que andar bien del balero para no volverse loco”. El tránsito es un termómetro preciso: los colectivos en zig zag cada 50 metros, los taxis a 20 por hora en caravana por un carril, el afán por el bocinazo antes del verde en los semáforos y antes del peaje con dos autos delante, el paradojal paseo lento por la Villa 31 al salir en ómnibus de Retiro hacia el país de los paisajes. ¿Adónde va, dónde se nos queda? ¿Se nos sale? Las vacaciones no son lindas solamente porque nos vamos, sino porque según dónde vamos, entramos por unos días en otra lógica y otro tempo. Los trayectos, los pasos y los sonidos de las sierras o del mar sanan como las ambiciones chiquitas de ir al almacén, de poder ponerse a mirar estrellas o de, sencillamente, tener tiempo. Tiempo de saludar al panadero, de mirar la infinidad de roca echada y palmaria que es una cadena de montañas, la nada inmensa del mar. ¿Pavaditas de la vida slow? No: si hubo que hacer del transcurrir temporal natural una “tendencia” es porque estamos “fregados”. Fregados en nuestras propias medicinas cosmopolitas. Cura caminar descalzo por el césped, que cueste el primer día llegar a pie hasta la Proveeduría de La Cumbrecita, dejarse demoler por la energía de una ola de mar irreverente. Cura espectar un paisaje, en vez de sacar rápido la foto. Y los viernes “echar todo y largarse, qué maravilla”, y que los hijos jueguen a la pelota no en balcones sino en potreros y cura que cuando me canse del todo de la jungla pueda irme donde el slow no sea moda sino donde se viva como humano, a secas, y me bajen de mi fast a hondazos los minutos. ............................ 29 de Febrero

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